Es uno de los paraísos de las aguas termales de la Región, pero también esconde entre sus paredes sorprendentes tesoros de hace veinte siglos.
Han transcurrido veinte siglos desde que unos de los primeros moradores del Balneario de Archena, los romanos, descubrieran las propiedades de las aguas termales y decidieran aprovecharlas al máximo. Lo que hoy es un gran complejo de relax tiene tras de sí una rica historia, todavía viva tras las paredes y en los pasillos de las termas, en el que aún se conservan gran número de reliquias que, afortunadamente, no se han perdido con el paso de las centurias.
Por sorprendente que parezca, muchos archeneros desconocen los tesoros artísticos e históricos que guarda el Balneario y que, en un futuro, se guardarán en el museo que se construirá justo al lado de unas excavaciones donde se han hallado restos iberos, concretamente un dique para contener riadas y dos edificios, una mansio (que presumiblemente podría ser un hotel o una fonda) y un edificio público, posiblemente una curia (lo que hoy sería una casa consistorial). En este lugar también se han hallado restos de pinturas rupestres en las que aparece un barco rodeado de vegetación fluvial, lo que hace pensar a los expertos que el Segura fue navegable.
Los romanos empezaron a conocer las grandes propiedades y los beneficios de las aguas medicinales, pero seguían confiando la sanación de sus males a los dioses. Por eso, no es de extrañar que una de las pacientes de la época agradeciera su curación a las deidades en la lápida de su sepulcro, que se halló justo al lado del suelo de una piscina romana que apareció durante la construcción del ascensor que comunica uno de los hoteles con las termas.
Pero, sin duda, la pieza de mayor valor que se conserva en este paraje incomparable de aguas medicinales es otra lápida romana del siglo I d. C. que se halló en 1751 durante la construcción de un aljibe cercano al manantial. Entonces colocaron esta pieza a modo de asiento en la antigua capilla. Allí estuvo hasta que derribaron este edificio; después, en 1876 la trasladaron hasta el hotel Termas, donde aún permanece expuesta. En 1905, la marquesa de Salinas –propietaria por aquel entonces del Balneario– quiso añadir a esta reliquia un águila, el anagrama de su familia que, desde la década de los 80, también pasó a ser símbolo del complejo termal.
Tomar un baño en las aguas ‘sanadoras’ estaba al alcance de todas las clases sociales, desde los más pobres –que podían recuperarse de sus males por indicación del párroco, que daba fe de su precaria situación económica– hasta los ricos. De hecho, también fue un lugar de peregrinación para los soldados malheridos en las contiendas, que tenían su propia nave reservada para reposar. Precisamente fue un alto cargo militar, el teniente Carl Doyle, quien logró comunicar por carretera el Balneario con la localidad. En el siglo XIX, tras la Guerra de la Independencia española, el teniente general se encontró el Balneario completamente destrozado y pidió al rey Fernando VIII que mandara una remesa de presos para reconstruirlo y, de paso, mejorar las comunicaciones con Archena.
Los nuevos tiempos trajeron métodos de recuperación más avanzados, pero la galería termal seguía siendo el punto neurálgico del Balneario. Esta zona está presidida por la Fuente de los Leones, una copia exacta de la que hay en la Alhambra, realizada en 1898 por Manuel Castaño, que también decoró el Casino de Murcia. En estas estancias todavía se conservan azulejos del siglo XIX y un túnel que se utilizaba para enfriar el agua termal (que brota a 52,5 grados) y que funcionó a pleno rendimiento hasta la década de los 40. A pesar de que los masajes y los lodos han ganado terreno, aún se siguen usando unas bañeras de mármol que son enormes y muy antiguas.
El ambiente nazarí que impregna el hotel Termas, construido en 1862, también impresionaba a los clientes. El paso del tiempo ha respetado su decoración, que estuvo a punto de desaparecer con la explosión de un polvorín militar que se guardaba a medio kilómetro del Balneario. Ese 1 de septiembre de 1963 dejó cristales rotos y daños en las viviendas por la lluvia de rocas, pero ninguna víctima, a pesar de que la fuerte explosión se sintió en un radio de veinte kilómetros.
Hubo que cambiar algunas molduras y enderezar varias columnas, pero aún así los edificios apenas sufrieron daños. Hoy son testigos silenciosos del paso de los siglos y de la mejora de la salud de las miles de personas que, desde tiempo inmemorial, han paseado por sus pasillos, dormido en sus habitaciones y bañado en sus aguas.
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