jueves, 1 de noviembre de 2012

ARCHENA/ Daniel Carrillo Burgos: "La literatura es la expresión del alma de la persona"

Archena News
Daniel es un gran aficionado a escribir poesías y relatos cortos, siendo su estilo lo que él llama "poesía urbana" en la que trata de escenificar los quehaceres de la sociedad día a día.
Con este nuevo estilo quedó finalista en el Certamen de Relatos Cortos de Tafalla en Navarra.
Fue secretario de la Asociación Literaria Villa de Archena.
Aquí pueden leer algunas de sus poesías y relatos


Corazones calientes

Amores de quita y pon,
colchones de tibia paz,
ropas que vuelan
rozando la sobria oscuridad.
Caricias de divino maqueado
besos de luna y miel,
corazones calientes
hierven la sangre
y apaciguan la piel.
Promesas selladas
en cuerpo de mujer,
siluetas circenses
recorren la pared.
Sexo sin gorra
placentero y mortal,
corazones calientes
enfrían deseos
y esconden su silencio
en la madruga.                                  
               “Corazones
                     calientes”


"Esta noche"

La noche nos recogió
borrachos tan ebrios de amor
entre el hotel del cielo
y una vieja canción.
Esta noche saldré contigo
dejare colgada  la dichosa luna,
bailaremos a solas sin testigo
y las dos rosas serán solo una.
Esta noche saldré contigo,
compañera  del día y la noche,
eres hermosa y grande
entre los colores de mi estanque.
Esta noche saldré contigo
dejaremos las  camas solitarias.
entre besos y caricias                             
nos aguarda el alba.
Tu pecho será mil delicias
y mi corazón tu espada.                  “Esta noche”

Si alguna vez me pierdo

Si alguna vez me pierdo
buscadme en Roma
amo tanto Estambul….
pero buscadme en Roma.
Deseo más Venecia
mi juventud está en Paris
y mi corazón en Nueva York
pero buscadme en Roma.
Si alguna vez me pierdo
id a Roma, y al atardecer
salir a pasear sin rumbo fijo
me encontrareis mirando
la fachada
de algún viejo palacio,
hablando con cualquiera.
Me alegraré de veros,
os invitaré a beber
y recordaremos el pasado.                           

        “Elegia Romana”

                                          UN CUENTO

Se distingue al fondo de la habitación, una cuna. Una cuna blanca hermosa, hermosa sólida, moderna, con un juguete musical colgando sobre el rostro del bebé. Al lado, en la mesilla de sus padres, se alinean en escrupuloso desorden una colonia infantil, dos o tres pañales con dibujos de ositos en el elástico, un vaso con restos de manzanilla, un termómetro, toallitas húmedas, un cuentagotas, un babero, una gasa y pomada para el culo. Es decir todo el ecosistema propio de los cachorros humanos en una ciudad occidental.
El niño aparenta tener unos seis meses, y tiene los ojos abiertos. El juguete que cuelga sobre sus ojos lo tiene fascinado y le gustaría cogerlo. Pero dadas las limitaciones psicomotoras de su edad (poco adecuada para alardes de coordinación), se dedica a mordisquear el chupete con las encías y a mover las manos con inútiles aspavientos condenados al fracaso. En una de las sacudidas el chupete se transforma en un ApoloXII y cae al suelo boca abajo. El niño, entonces, sorprendido por la pirueta de su chupete, se olvida del juguete y mueve los ojos  hacia el exterior de la cuna. La inquietud y el pasmo le atenazan.¿Qué puede hacer para recuperar su teta portátil, sin la cual se siente huérfano?
La incertidumbre lo corroe, pero una cosa si que tiene clarísima, puesto que el chupete carece de facultades motoras, es él quien debe bajar de su cuna para cogerlo. Dado lo flexible y reducido de su arquitectura, el bebé consigue colarse entre los barrotes y, agarrándose a las sabanas con una agilidad circense que se diría heredada del primer Burt Lancaster(véanse las cabriolas de El halcón y la flecha), llega al suelo, toma la chupeta y sonríe triunfador. 
No hay cámaras de Nacional Geografic que hayan inmortalizado su hazaña, pero él esta muy feliz. Tan feliz, que, por lo pronto, el objeto de su expedición ha dejado ya de interesarle.¿Para qué habría de necesitar algo tan infantil como un chupete, si ha descubierto que ya es mayor, y que atesora las virtudes escapistas de Harry Houdini? 
Orgulloso se pone a cuatro patas y, con enormes dificultades que poco a poco  se van reduciendo, gatea hacia la puerta. En su exploración, descubre que Juana Rosa no barre debajo de la cama. ojalá pudiera hablar para decírselo a su madre y que el suelo esta más frío de lo que inicialmente pensaba. Pero estas anécdotas no lo distraen de su objetivo llegar al umbral de la habitación.
 Cuando lo consigue, se aferra al tapajuntas de la puerta, y con la ayuda de su bíceps y de otros músculos que sería enojoso ir enumerando, se alza lentamente hasta ponerse en pie. El siguiente paso es más sencillo: saca la cabeza observa que no haya nadie en el pasillo que le pueda detener, suspira para darse ánimos y echa a andar. Al principio lo hace lastimosamente, son trapiés de borrachín o de mulo renco, pero pronto adquiere soltura, majestad y brío. Sus piernas ya no tantean, ni sus brazos buscan las paredes con gesto miedoso o precavido. Camina como si tuviera aproximadamente cinco años. En la puerta de la cocina se detiene. Su madre -todavía joven- está allí con el delantal, no muy bien peinada tarareando una canción y preparando el almuerzo. El niño vacila.
Ahora que ha culminado su proeza ambulatoria lo sacude un enorme desasosiego: ¿Se enfurecerá su madre si ve que ha salido solo de la cuna?¿Pondrá el grito en el cielo, quejándose de la juventud actual, que opina que todo lo sabe, y que se pone absurda y constantemente en ocasiones de peligro?
Pero esas negras expectativas se derrumban cuando la madre gira la cabeza y, con una sonrisa que no tiene nada de censoria aunque sí algo de impaciente, le indica que no se entretenga, ni se quede mirándola como un pasmarote, y que se beba pronto su tazón de leche con cereales, porque el autobús debe estar a punto de detenerse en la parada. El chico obedece. El chico siempre obedece. Una hojita del colegio, donde se elogia su aplicación y se aplauden sus buenos modales, está adherida a la puerta del frigorífico con un imán en forma de manzana. Por eso, se come sin queja los insípidos cereales de salvado que su madre, por error le ha puesto(los suyos son los de chocolate que, por error, su madre devora por kilos), coge la mochila que está esmerándolo en el taburete, se despide cariñosamente y sale hacia el jardín.
En teoría (pero, ah, cuánto fallan las teorías), cinco minutos después estará sentado en un autobús, camino del colegio donde cursa tercero de primaria; pero la primavera es juguetona, el sol  es tibio, la pereza un bello don, la holganza un derecho, y más de veinte niños jugando al fútbol una atracción irresistible; así que pronto habrá apoyado la mochila en un árbol y estará pegándole puntapiés al esférico, refractario a la escolarización. No es bueno ni malo con la pelota, pero se lo pasa bien; corta dos o tres jugadas del equipo rival, da un buen pase de gol, falla un penalti (nadie es tan perfecto como Billy Wilder) y sufre una entrada más bien aparatosa. Al fin, cubierto de sudor y lleno de tierra, se sentará en un banco del parque para tomar un respiro.
(Esta pausa puede ser aprovechada por el narrador para describir físicamente al quinceañero protagonista. Pero yo le aconsejaría lo mismo de antes; que no agobiase al lector. La prolijidad demoníaca ya no va con estos tiempos. Y como dijo aquél: lo bueno, si breve, dos veces...... Graciàn).
Una chica de unos dieciséis años -los mismos que él- se acerca y le sonríe. Podríamos decir que es rubia, bastante alta, que sus ojos son verdes, que su cintura es más estrecha que el sueldo de un funcionario y que sus pechos desmienten las laboriosas ecuaciones de sir Isaac Newton. Pero como nadie habría de creernos (el lector puede ser ingenuo, pero no imbécil),la dejaremos en una morena de metro sesenta y cinco con los ojos marrones; y va que arde. Al muchacho, obviamente, le gusta. Le gusta mucho. ¿Cómo no le va a gustar, si la compara con los gaznápiros con quienes ha estado durante más de una hora insultando el arte de Pelé? Charlan, y ella tiene labios de océano prometido, cabellos de vuelo de gaviota y finos hombros de ciruela.
Por fin se levantan del banco y deciden caminar juntos. Hace un día maravilloso y sería un crimen desaprovecharlo. El sol se encuentra muy arriba en el cielo, y su brillo envuelve a la pareja. Son más de mil los temas de conversación que van surgiendo entre ellos: hablan del partido, de los árboles que los rodean, de sus estudios, de los libros que aman, de las películas que más veces han visto, de la música que los conmueve. Se les nota relajados y feliz. Poco a poco, mecidos por un ballet corporal que surgió con la especie y que ha ido adoptando múltiples ropajes con el paso de los siglos, van proliferando las risas, los suaves gestos cómplices, las caras de plenitud, los chistes tontos, el brillo de las pupilas. Se podría decir que entre ellos existe algo más que una simple amistad, y el lector lo confirmará cuando vea que, seis calles después, los protagonistas terminan dándose la mano.
Luego ambos se detienen frente a un bloque de apartamentos. El muchacho saca una llave del bolsillo y abre. Hace fresco en la entrada, un fresco de casona antigua o de garaje sin coche. El ascensor está recién pintado. Pero como son jóvenes, y además han leído las instrucciones para subir una escalera de Cortázar, no tienen problema en llegar hasta el segundo piso. Una nueva llave les franquea el paso hasta la vivienda C, en cuya entrada se besan y se separan. El hombre (que aparenta tener unos treinta y cinco años) se va soltando los botones de la camisa por el pasillo, mientras llega a la puerta del cuarto de baño. La mujer se mete en el dormitorio, se quita los zapatos con un hondo suspiro de felicidad, libera sus orejas de los pendientes y escucha el ruido del calentador, que se pone en funcionamiento cuando empieza a caer el agua.
Quince minutos después, el hombre ha salido de la ducha: y, con una camisa limpia, desodorante en los sobacos, colonia en el pecho y ropa interior mudada, entrará en la cocina de la vivienda. Allí lo esperan la mujer y los dos niños pequeños, que miran la verdura de sus platos con repulsión, rezando esperanzadamente para que ésta se evapore por arte de magia y se convierta en una hamburguesa con doble queso, ketchup a granel y semillas de sésamo por encima.
No hay que ser un genio para comprender que el milagro no se produce; ni tampoco es necesario haber leído ingentes tratados sobre fisiognomica, para descubrir en esos dos nenes(chico y chica)los rasgos yuxtapuestos del hombre y la mujer que se sientan a la mesa.¿De que hablan los cuatro personajes? Pues digamos que del colegio, de la obligatoriedad de terminarse las espinacas (El hombre puede infligir a los críos un esmerado discurso sobre las bondades vitamínicas y popéyicas de ese vegetal) y de lo que harán el próximo fin de semana, si el tiempo se muestra misericordioso. Ella propone ir al monte, para respirar aire puro y ver ardillas; los críos apuestan por una ruta extenuante que incluye el vértigo (parque de atracciones), la claustrofobia sangrienta (una película de zombis) y la ingesta de grasas (comidas en el McDonalds, meriendas en el Burger King y cenas en el Pizza Hut); él, menos ecológico que su esposa y menos adrenalinico que sus retoños, apuesta por dormir quince horas de un tirón. Al fin, enfurruñados los unos con los otros (pues nadie consigue convencer a los demás e imponer su criterio), los niños se van para el videoclub a sacar una peli de piratas, la madre se pone a fregar los platos (hoy le toca) y el padre se tumba en el sofá (siempre le toca).
Suceden unas cuatro horas y media. No es que el protagonista vaya a batir el récord mundial de descanso vespertino (dice Oliverio Girando que hay gentes que “se anestesian de siesta”), pero hay que reconocer que ha dejado el listón muy alto. Tanto es así que, al intentar incorporarse del sofá, descubre que tiene un horroroso dolor de espalda. Es como si le hubieran dado una paliza. Seguramente, ha adoptado una mala postura al dormir, y ahora alguien va a tener que venir en su ayuda. Da una voz(no muy alta, porque es hombre templado) y acude presuroso uno de los hijos, que le recrimina que se tumbe en el sofá, sabiendo que esa postura no le permite realizar bien las digestiones; y que luego, para más INRI, le deja la espalda hecha fosfatina. Afortunadamente, el hijo es una persona que conserva sus fuerzas intactas (pese a las canas que empiezan a colonizar su bigote), y lo consigue sentar sin aparentes problemas.
El hombre, tras mirar el vitíligo que puebla el dorso de sus manos (aquellas manos que fueron tan bonitas) endereza sus sesenta y cinco años con la ayuda de un bastón, abandona la sala con un ruido de zapatos fricativos, y decide darse un paseo por la calle.
El sol, que ha iniciado lentamente su declinación, tiñe de rosa y de ocre los bordes de los edificios, y baña los árboles del jardín con rompimientos de gloria, fulgores de metal rubio y reflejos de escamas. Mientras, el anciano camina con pereza obligatoria, pues sus músculos se rebelan contra su cerebro y lo obedecen a la velocidad que quieren. Atraviesa el parque donde solía jugar al fútbol con un montón de chavales de su edad. Contempla el banco en  el que conoció, hace décadas, a su mujer (ya fallecida). Pasa junto al hospital donde operaron a su hijo menor de una apendicitis cogida a tiempo. Cruza frente a la cristalera de la pizzería donde celebraba con los amigos todos los triunfos de su equipo. Mira con languidez el local donde estaba su librería favorita, que ahora una empresa de seguros.
Finalmente (y este es el fragmento donde hay que poner más cuidado en la narración), el hombre llega hasta una gran puerta acristalada y pulsa un timbre. Desde el interior le abren. Nadie sale a recibirlo, pero esta circunstancia hostil o maleducada no parece importarle. El anciano cruza el hall. Hay mucha gente allí, y todos se apartan con habilidad para que continué, cada vez más lento, cada vez más ralentizado y moroso. Se interna por un pasillo, y el conserje (no está claro que sea un conserje, pero lleva una carpeta entre los dedos y parece estar encargado de dirigir a quienes se acerquen a él) le indica la puerta que debe abrir. El anciano, sin preguntar, la cruza; y ve en el fondo de la habitación una cama. Bueno, en realidad no es propiamente una cama; más bien parece un sepulcro. Es una superficie de dos metros de larga por uno y medio de ancha. Y él sabe, sin preguntar, que tiene que acostarse allí. El anciano, entonces, deja su bastón apoyado en la pared y se tumba. Antes de poner las manos cruzadas sobre el pecho y que darse dormido, tiene tiempo de ver, en el suelo, justo al lado del sepulcro, la figura inconfundible de un chupete.
                                                                                      D.Carrillo








                     

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